Por Ariadna V. Gómez González
No quiero ser un tierno malvavisco, cuya complaciente y pegajosa dulzura se adapta al prototipo, comprometiendo su forma y su sustancia a cambio de la certeza que da el control de calidad. Yo prefiero ser una mandarina, sí, de aquellas que maduran en la intemperie bajo el sol.

Yo tengo una cáscara que debe ser removida para degustar el fruto; ésta protege mi interior de las circunstancias del huerto y bajo ella he madurado vanidosamente. Se notará que hay marcas en ella, así como algunas partes más ásperas y rudas, y no lo intentaré disimular: son las evidencias que mi vocación silvestre ha impreso en mi también natural vulnerabilidad.
Tras mi soleado resguardo se encuentra mi acidulado ser, cuyo cítrico sabor estallará en el sediento paladar que me disfrute; pero habrá de tenerse cuidado con no comer deprisa ni a grandes bocados, pues considero un insulto derramar mi néctar por causas vanas. No podré garantizar la perfección del sabor, la textura y la distribución de todos y cada uno de mis gajos, pero me responsabilizaré de ellos.
En mi interior se encuentran correosas fibras y semillas, así que no recomiendo sólo tragar mi carne o triturarla descuidadamente; exhortaré, en cambio, a que se vea en las semillas las potencialidades de mi ser y, en mis enmarañadas fibras, la interconexón de mis anhelos.
Si acaso éstas particularidades te estorban en tus voraces planes, entonces búscate un bocadillo cómodo… tal vez un malvavisco.
Pero yo…
Yo prefiero ser un fruto vivo.
Ilustración Dolce Gaby Seyer